
Vivía presumiendo de su capacidad para la mesura, considerando el gastar como síntoma de debilidad.
Aleccionaba a los demás con sus estrictas normas de consumo y los hábitos que había ido adquiriendo a lo largo de sus años de contención.
Nunca dio crédito al gusto de la muchedumbre por emplear su dinero en deleites y divertimentos.
Estaba tan encantado de haberse conocido, que incluso se consideraba superior moralmente, pues creía con firmeza que los demás habían caído en la trampa del consumismo para llenar su vacío existencial.
La única pieza que no terminaba de encajar en su rígido engranaje, era que su tacañería trascendía al asunto monetario, pues su incapacidad para dejarse soltar residía en sus afectos, escasos y medidos como los euros de su monedero.
Para sus allegados, suponía una obligación pedirle un beso o un abrazo, pues nunca surgían de motu propio. Era raro verlo sonreír y mucho más de esa forma desmesurada que renueva vida y espíritu.
Su rictus serio y su cuerpo rígido, avisaban de la crudeza del asunto, que no era otro que el sufrimiento que dormitaba en su ser, llevándole erróneamente a considerar que la seguridad que le ofrecía su puño cerrado, era la forma de evitar que se escapara lo único sobre lo que creía tener control, el dinero.
Y mientras, su mundo afectivo, carente y endeble, quedó desatendido, y este sí, a la deriva de sus instintos, instintos coronados por la máxima de almacenar, pudiendo de esta forma tapar los agujeros por los que se le colaban el desánimo y la apatía ante la vida, ante su vida.
-Siempre se ha visto peor a uno que despilfarra que a uno que ahorra, pero cuando el ahorro se convierte en una acción sin objetivo, puede estar encubriendo un comportamiento maniático que puede convertirse en patológico para la persona que lo presenta-
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