Dice el refranero español que “tras la tormenta siempre llega la calma” y, aunque creo que los refranes siempre hacen su trabajo, dudo que esta pandemia deje tras de sí algo de calma, más bien nos comienza a dar una tregua para chequear las heridas que han quedado varadas tras la tragedia vivida.
La cotidianidad que paulatinamente empiezan a recobrar las personas mayores, ya sea dentro de instituciones o en sus propias casas, nos permite a los profesionales que trabajamos con ellos, detectar cuáles son las necesidades que urge satisfacer, siendo las de índole emocional una de ellas.
Soy Virginia Parrado, psicóloga sanitaria y psicogerontóloga, por lo que he vivido la pandemia “en primera línea de intervención”.
Mis actuaciones durante la pandemia se centraron en atender a las familias, especialmente a las que tenían a su ser querido contagiado por el virus y dentro de estas familias, prioricé a las que debían encarar el fallecimiento inminente de su padre, madre o cónyuge (en la mayoría de los casos).
Se les ofreció la posibilidad de despedirse a través de una video-llamada, ofrecer a las familias unos minutos para expresarles el amor, el agradecimiento o cualquier cosa que necesitaran, era lo menos que podíamos hacer por ellos, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones, el anciano que estaba en fase final de vida no pudiera responderles, pues su situación clínica ya no se lo permitía.
Una vez se alcanzó la curva de contagios y los fallecimientos cesaron, el foco de la intervención dio un viraje, los supervivientes estaban ahí, aislados durante tres meses en sus habitaciones, su desescalada emocional apremiaba.
El departamento de psicología ideó un breve cuestionario para valorar cuáles habían sido las emociones y las consecuencias comportamentales más frecuentes durante el confinamiento de las personas mayores, tanto de las institucionalizadas como de las que seguían residiendo en sus hogares, pero eran usuarias de servicios de promoción de la autonomía personal (centros de día).
Todos hablaban el mismo idioma: “hemos pasado mucho miedo, no por nosotros, sino por nuestros hijos, nuestros nietos y bisnietos, temíamos que cogieran el bicho”.
Una muestra más de su inmensa generosidad y dedicación a los demás, habiendo estado más preocupados por “los suyos” que por ellos mismos.
Tras meses de confinamiento, es lógico el hartazgo que manifiestan por la situación de semi-aislamiento en la que aún permanecen, haciendo que un poco de aire fresco, estirar “las patas” y un acompañamiento sincero sean verdaderos tesoros para ellos y es que el proceso de desescalada en los centros socio-sanitarios está siendo muy riguroso, ya que es absolutamente inviable contemplar un rebrote del virus.
Quiero terminar estas palabras con la vivencia que el señor José nos relató durante una de las sesiones en el grupo de apoyo emocional.
Nos contó que mientras estuvo hospitalizado por la COVID-19, hubo momentos en los que deseó recibir la eutanasia, refiriéndose a ella como «la anastasia esa».
Su queja no era la sintomatología de la insuficiencia respiratoria que padeció, sino la falta de afecto y cercanía de sus cuidadores en aquella habitación donde sintió verdadero miedo a morir solo.
Hoy, ya negativizado, retoma sus rutinas, se reencuentra con sus compañeros y también con sus ausencias, que se van haciendo visibles en el día a día.
Ya no quiere la «anastasia», hoy sabe que quiere seguir viviendo, ahora sí se siente atendido, querido y sobre todo, persona.

Es difícil explicarle que la guerra vivida en los hospitales ha impedido que la asistencia sanitaria humanizante estuviera siempre presente, y también es difícil para los profesionales sanitarios, recurrir a ella cuando el mantra es «salvar vidas a toda costa».
José nos muestra que la petición de la eutanasia en las personas de edad, suele sostenerse en una pérdida del sentido de vida, una pérdida del reconocimiento de la dignidad de la persona.
Los viejos cuando expresan que quieren desaparecer (asunto muy común) no lo suelen argumentar con sus dolores físicos y déficits diversos, sino con su profundo sentimiento de inutilidad y soledad…
Ojalá que esta terrible tragedia nos sirva de trampolín para verdaderamente construir una «nueva normalidad» que no pase por naturalizar el deseo de morir de los viejos y viejas, una “nueva normalidad” en la que los centros residenciales se conviertan en hogares cálidos en los que sus habitantes sean el centro de nuestras intervenciones.
In memoriam de todas las personas fallecidas durante esta pandemia.
Virginia Parrado