Aquella chica de profundos ojos verdes no sabía lo que era el rencor y la rabia. Su espaciado corazón sólo lo ocupaban unas anticuadas cajoneras donde acumulaba los archivos mohosos con los nombres de gentes a las que amó, pues se rumoreaba que tenía el don de entregarse sin condiciones, amar a cualquier precio, amar por encima de todo y de todos.
Así fueron pasando todo tipo de almas por su vida, almas buenas, almas heridas, errantes, almas escurridizas, almas miedosas, cualquier alma le servía siempre y cuando ella sintiera que le acariciaban el terciopelo que cubría su corazón.
Fue años atrás, cuando siendo niña entendió que si forraba su corazón con este tejido suave y mimoso conseguiría que se acercaran a ella aunque solo fuera para resguardarse en su roce dulce y aterciopelado.
Los años fueron pasando y el trajín de inquilinos no paraba en este tapizado corazón, que por la demasía de cuerpos que habían transitado por él, ya no lucía vistoso como antes. El terciopelo se había oscurecido y la suavidad de su tacto se había tornado áspera.
Un día, un nuevo visitante llego a este corazón, ahora con apariencia andrajosa. Ella, la chica de los profundos ojos verdes, avergonzada por la apariencia de su alma, se negó por primera vez a que transitaran por él sin condiciones, ya no podía entregarse sin mesura, ya no se sentía protegida por su tapiz. Su sorpresa fue cuando aquel nuevo visitante le aclaró que no venía a ella para dejarse rozar por su famoso corazón aterciopelado, lo que quería de ella era simplemente apreciar la luz que desprendían sus hermosos ojos, una luz genuina que jamás desprendió aquel retal de terciopelo que cubrió su alma durante tantos años de trasiego y cambio.
Ella, sorprendida, miró fijamente a los ojos que le hablaban y pudo ver en ellos algo que jamás había visto en los demás visitantes de su corazón, una mirada honesta que no buscaba cobijo temporal, una mirada sin condiciones, una dispuesta a dar en lugar de recibir, una mirada con alma, un alma cálida y espaciosa a juego con la suya. Fue en ese momento cuando el terciopelo que recubría el corazón desgastado de la muchacha de ojos verdes se deslizó hasta el suelo, dejando entrever un alma brillante y generosa que no requería de tela alguna para ocultar su verdad, auténtica y radiante.
-Virginia Parrado Chocano, psicóloga y paciente de María Jesús González-